domingo, 5 de diciembre de 2010

El educador social en los centros de enseñanza

Desde la experiencia, conocemos el significado de la transversalidad: la magnificación de las expectativas y el desgaste que supone la frustración que conllevan las críticas, que desde el desconocimiento del esfuerzo realizado significan la lectura superficial de las estadísticas de violencia, abandono y fracaso escolar. Los centros educativos no pueden permanecer ajenos a esta nueva realidad, que a todas luces desborda la institución. Desde la profesionalización, el educador social en los centros de enseñanza puede elaborar y evaluar programas de convivencia, colaborando con los equipos representativos de la comunidad educativa, y en cumplimiento de las normas y reglamentos de régimen interno. Justifica la presencia del Educador social la creación de espacios y equipos de trabajo para la formación de mediadores y negociadores en la resolución de conflictos.
Así como, juntamente con los dispositivos docentes, atender y realizar seguimientos personalizados en la implementación de programas de integración, soporte y acogida de jóvenes inmigrantes.
Trabajar desde la prevención para compensar dificultades de estructuración de la personalidad e inadaptación, desarrollando el espíritu crítico, el análisis y la comprensión de la realidad, detectando factores de riesgo que puedan derivar en situaciones socioeducativas desfavorables. Diseñando, implementando y evaluando propuestas para fomentar las relaciones del centro con el entorno social en el que está enmarcado, detectando necesidades que pueden desembocar en problemas de interacción con la comunidad, y favoreciendo el conocimiento y aprovechamiento de los recursos del entorno, tanto laborales como materiales que fortalecerán el discurso sobre la creciente importancia de la participación en los procesos ciudadanos, y que éste vaya acompañado de mayor presencia en los procesos educativos.

Debemos considerar la necesidad de afrontar con garantías y de forma interdisciplinar la respuesta educativa al alumno con comportamientos problemáticos, desarrollando programas de prevención de la violencia y la conflictividad escolar fundamentados desde la disciplina científica.
El educador social, tal y como define el Parlamento Europeo, es un profesional con entidad propia que realiza una labor pedagógica basada en las relaciones interpersonales, y es en los centros de enseñanza donde se ponen en juego las habilidades encaminadas a la adquisición de competencia social. Cuando la escuela y la familia como agentes socializadores básicos parecen vivir realidades distantes, posiblemente sea el momento de reflexionar sobre todo aquello que tanta atención y energías demanda, sobre lo que parece no funcionar, y abrir la comunidad educativa a profesionales que sin invadir competencias pueden detectar, evaluar y prevenir nuevas problemáticas.

El educador social puede establecer vínculos y mediar en situaciones en las que la familia delega sus funciones en otros, para restablecer el diálogo y recuperar la comunicación que desde el ejercicio de la responsabilidad nuestros adolescentes merecen. Como experto, conoce y maneja herramientas encaminadas a facilitar las relaciones socioeducativas necesarias garantizando la información y la comunicación con los centros de formación, para que los padres sean partícipes del proceso de sus hijos, trabajando en la dotación de competencias socioemocionales y parentales para abordar desde la profesionalización la prevención tanto de conductas antisociales como conductas adictivas.

domingo, 7 de noviembre de 2010

¿Cómo nos relacionamos con nuestros deseos?

En el origen de muchos conflictos subyacen necesidades no satisfechas tal es la de amor propio, que Maslow establece como la de sentirse importante y valioso, por encima de la necesidad de dar y sentir amor, afecto y sentimiento de pertenencia; de hecho, puede llegar a ser tan poderosamente nociva para la persona ávida de reconocimiento que, alterando su capacidad de control, la lleve a ser esclava de sus impulsos.
En el transcurso de nuestras relaciones personales, en no pocas ocasiones puede ocurrir que sensaciones negativas asociadas a deseos, aumenten de intensidad y traspasen lo racional para derivar en conflicto abierto. Por lo general, desafortunadamente la pérdida de control involucra y daña a otros. El incremento del malestar será un aviso generalmente ignorado ya que los estímulos externos, derivados de la deliberada y envolvente toxicidad del entorno, incrementará nuestras reacciones; para con el transcurso del tiempo, la necesaria auto justificación y las maniobras orientadas a la satisfacción del deseo, desemboquen en el aumento de la hostilidad, característico del anhelo por vencer a toda costa.
Los deseos suelen aliarse con el miedo cuando la realidad contradice las expectativas personales, pues como afirma Elsa Punset (Inocencia radical, 2009) "el deseo insatisfecho, sólo es problemático cuando invade el sentido profundo de quienes somos". Si el conflicto radica en la percepción que tenemos de nosotros mismos, o de la amenaza que en los otros percibimos, tal vez ha llegado el momento de replantear algunas metas.
La necesidad asociada al miedo de la no satisfacción condiciona la demanda reactiva, que a su vez es el origen de la formación y desarrollo de la hostilidad, sobre cuya intensidad será determinante la dinámica del contexto y los recursos utilizados. Es importante, de forma contingente, fomentar la capacidad de autorreflexión que dé paso al restablecimiento del diálogo, para elaborar un nuevo discurso que transmita el debido reconocimiento a las partes, pero que también revele las consecuencias de las acciones para hacernos responsables de los acontecimientos.
En el entorno de una organización, el estrés entendido como aquella agresión de baja intensidad o frecuencia moderada pero constante, acabará siendo el detonante de la crisis. Entre los factores que detalla el profesor Selye destacan la frustración, la coacción, la envidia, los problemas afectivos, los celos, la fatiga, el calor, y el ruido; a estos factores podríamos añadir las consecuencias deliberadas y conscientes de las batallas de poder, tan nocivas en la convivencia educativa.
El educador social, como agente mediador, no puede ofrecer aquello que no posee, sencillamente porque difícilmente logrará estimular los necesarios cambios que sólo se producen a través de las relaciones interpersonales satisfactorias, responsables de la reflexión y la voluntad de modificar la forma de reaccionar emocionalmente, y que están basadas en la honestidad y la aceptación incondicional de las personas con las que nos relacionamos. En eso estriba la transparencia de la acción socioeducativa.

martes, 9 de febrero de 2010

Víctimas de la patología materialista.

Si analizamos el progresivo aumento de la violencia entre nuestros jóvenes no podemos obviar una realidad emergente: al desposeerles de sus pertenencias materiales se les despoja traumáticamente de su posición de dominancia, y tal hecho es vivido como una agresión de la que consideran obligados defenderse, provocando la pérdida de control y el estallido de lo que se ha dado en llamar “crisis”.
El poder, como atribución que es, nos permite ya desde la infancia asumir cierto control sobre los afectos. Durante el aprendizaje de las relaciones interpersonales, es posible que algunos jóvenes identifiquen el poder y el control no tanto con la posición jerárquica dentro de un núcleo social, como con los beneficios derivados del manejo erróneo de los afectos. La crisis, detonante del conflicto en el que parecen estar instalados muchos de nuestros adolescentes es, precisamente, el ejercicio a toda costa de ese tipo de control que les permitirá alcanzar las ventajas de un entorno que cede en beneficio de la relación, al anteponer el mito de la armonía en perjuicio del establecimiento de normas y límites; sin olvidar que los mejores aliados de ambas reglas son el ejemplo de los mayores y el vínculo emocional basado en la empatía y el respeto.
Desgraciadamente, existen situaciones en las que se han cosificado tanto los afectos que las necesidades en ese campo se reducen a símbolos adquiribles. Para explicar este fenómeno, debemos remitirnos a las teorías funcionalistas, donde todo elemento cumple una función. En este caso, sigue prevaleciendo la idea general de que el mantenimiento de ciertos privilegios está, inevitablemente, asociada al perjuicio del otro.
La dificultad para tolerar la frustración y la crítica provocada por la soledad y el desarraigo, junto a la sensación de intranscendencia y la falta de creatividad que provoca la homogeneización social predominante, proporciona los ingredientes que desembocan en la pérdida del control manifestada por unos padres que ignoran no sólo qué hacer sino en qué punto se encuentran, pero que siguen retroalimentando la distancia mediante la cosificación de las soluciones. En un entorno patológicamente materialista, el abordaje no pasa por sustituir las palabras por cosas sino que el acercamiento precisa sentir la piel y el contacto físico con sus hijos que hace años se alejaron instalándose en la exigencia, para mantener una situación de privilegio que les favorece en exclusiva.
Para comprender y acabar reconduciendo con ciertas garantías de éxito la explosión violenta, habremos de explorar nuevos métodos de relación que no pasen necesariamente por atribuir valor a lo que se posee o a lo que se está en disposición de poseer, ya que si analizamos las situaciones derivadas de la escasez económica, observamos que los episodios de violencia que antes permanecían latentes se multiplican en sectores no necesariamente privados de sus necesidades básicas. Parte de los objetivos en el manejo de este fenómeno pasa, también, por mostrar sistemas alternativos a la hora de manejar los conflictos, donde los educadores o cuidadores deben, además de solicitar ayuda y obtenerla, participar en tal proceso adquiriendo las competencias necesarias para modelar y preservar a los menores de la impulsividad a la hora de resolver conflictos cotidianos.