Si analizamos el progresivo aumento de la violencia entre nuestros jóvenes no podemos obviar una realidad emergente: al desposeerles de sus pertenencias materiales se les despoja traumáticamente de su posición de dominancia, y tal hecho es vivido como una agresión de la que consideran obligados defenderse, provocando la pérdida de control y el estallido de lo que se ha dado en llamar “crisis”.
El poder, como atribución que es, nos permite ya desde la infancia asumir cierto control sobre los afectos. Durante el aprendizaje de las relaciones interpersonales, es posible que algunos jóvenes identifiquen el poder y el control no tanto con la posición jerárquica dentro de un núcleo social, como con los beneficios derivados del manejo erróneo de los afectos. La crisis, detonante del conflicto en el que parecen estar instalados muchos de nuestros adolescentes es, precisamente, el ejercicio a toda costa de ese tipo de control que les permitirá alcanzar las ventajas de un entorno que cede en beneficio de la relación, al anteponer el mito de la armonía en perjuicio del establecimiento de normas y límites; sin olvidar que los mejores aliados de ambas reglas son el ejemplo de los mayores y el vínculo emocional basado en la empatía y el respeto.
Desgraciadamente, existen situaciones en las que se han cosificado tanto los afectos que las necesidades en ese campo se reducen a símbolos adquiribles. Para explicar este fenómeno, debemos remitirnos a las teorías funcionalistas, donde todo elemento cumple una función. En este caso, sigue prevaleciendo la idea general de que el mantenimiento de ciertos privilegios está, inevitablemente, asociada al perjuicio del otro.
La dificultad para tolerar la frustración y la crítica provocada por la soledad y el desarraigo, junto a la sensación de intranscendencia y la falta de creatividad que provoca la homogeneización social predominante, proporciona los ingredientes que desembocan en la pérdida del control manifestada por unos padres que ignoran no sólo qué hacer sino en qué punto se encuentran, pero que siguen retroalimentando la distancia mediante la cosificación de las soluciones. En un entorno patológicamente materialista, el abordaje no pasa por sustituir las palabras por cosas sino que el acercamiento precisa sentir la piel y el contacto físico con sus hijos que hace años se alejaron instalándose en la exigencia, para mantener una situación de privilegio que les favorece en exclusiva.
Para comprender y acabar reconduciendo con ciertas garantías de éxito la explosión violenta, habremos de explorar nuevos métodos de relación que no pasen necesariamente por atribuir valor a lo que se posee o a lo que se está en disposición de poseer, ya que si analizamos las situaciones derivadas de la escasez económica, observamos que los episodios de violencia que antes permanecían latentes se multiplican en sectores no necesariamente privados de sus necesidades básicas. Parte de los objetivos en el manejo de este fenómeno pasa, también, por mostrar sistemas alternativos a la hora de manejar los conflictos, donde los educadores o cuidadores deben, además de solicitar ayuda y obtenerla, participar en tal proceso adquiriendo las competencias necesarias para modelar y preservar a los menores de la impulsividad a la hora de resolver conflictos cotidianos.
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