miércoles, 17 de septiembre de 2014

Moral o propaganda

En el actual estado de crisis, la oportunidad del cambio que ofrece la contingencia, ha servido para orientar la energía hacia la consecución de objetivos más bien mezquinos, esto es, la instauración de un nuevo clasismo en el cual se defiende a ultranza los beneficios individuales en pro de un futuro incierto, pero a todas luces perverso.
Se ha llegado a tal punto, en el que el ejercicio de la ciudadanía se antoja indeseable, por ofensivo y molesto, ya que persigue movilizar a la sociedad para proteger derechos del hombre y del ciudadano, otrora garantizado por el Estado.
La cuadratura del círculo está en la apelación a una ética trasnochada e inquisitoria, dónde se pone especial hincapié en lo deseable, esto es, una moral ad-hoc que encorseta a una parte de los individuos en una división social basada en cotas o números clausus donde privilegiados y desheredados cumplen una función homeostática cuyos parámetros son dictados al albur de la irregular, por “inevitable”, distribución de la riqueza, donde se justifica la necesaria y dolorosa iniciativa de cercenar la cobertura de necesidades básicas, incluso de alimentación de ciertos sectores ciudadanos -léase infancia y personas en situación de dependencia-, como los más vergonzantes, quedando al margen la naturaleza misma del ser humano diabolizando el altruismo, si no es dádiva o limosna,  y lo colectivo, si no apoya unilateralmente las “dolorosas” decisiones, donde se justifica desde todos los ámbitos del poder la impermeabilidad de las fronteras del bienestar.
Esto se pretende conseguir apoderándose de los gestos y del discurso resignado, consecuencia del miedo bien administrado, se apela a una moral deseable, por sumisa e infinitamente provocada, en el decaer de los derechos, pero con la certeza de que si te mueves será peor. Demonizando la discrepancia en el ejercicio de la ciudadanía que representa el ejercicio de las libertades, pero sobre todo del objetivo prioritario de la sociedad, que no es otro que lograr una condiciones de vida, dignos, para todos.
El más capaz es el que ha tenido las mejores oportunidades de salida, y se echa en falta el mismo celo en defender arbitrariedades individualistas que en proteger derechos colectivos que atentan principalmente contra la infancia.
Los valores, al fin y al cabo, son metas deseables, son los que nos hacen tomar una decisiones u otras por lo que se nos avasalla con el discurso que justifica medidas serviles, que nos alejan de la justicia social, que ha dejado de ser objetivo para convertirse en obstáculo, a la hora de retornar las cosas hacia un estado del que algunos insisten en no apearse, hacer de la escuela la institución encargada de seleccionar y organizar a los ciudadanos en función de sus capacidades, pero sin interferir en ellas.

Y para los que ya han llegado tarde a esta nueva manera de aportar ciudadanos, estalla el discurso descapitalizador donde la formación y el conocimiento no es un valor si no la oportunidad de salir fuera para constatar el fracaso de la escuela y la universidad. Elogiando la necesidad de que nuestros jóvenes más formados realicen su actividad profesional lejos de nuestro país, de este modo se desactiva el potencial peligro del malogrado capital cognitivo en el que puede germinar el descontento argumentado y por tanto peligroso, ya que al poner palabras al malestar se debilita la tiranía homeostática del discurso atributivo y surge la posibilidad de transformación.