lunes, 29 de septiembre de 2014

Y SI EMPEZAMOS POR LO BÁSICO.

Nadie puede discutir el paralelismo entre privación de recursos durante la infancia y problemas para desarrollar habilidades sociales, emocionales y del aprendizaje en las primeras etapas de la vida; dificultad que alcanza mayor relevancia durante la adolescencia. Al ser privados de un entorno social adecuado que permita a los niños adquirir destrezas socioemocionales ajustadas, se observa cómo manifiestan comportamientos inadecuados tales como, por ejemplo, conductas adictivas o desafiantes y comportamientos violentos, cuyo exponencial aumento tanto nos preocupa.
La explicación podría obedecer a la exposición a la violencia estructural de la que son víctimas, aquella que normaliza la no atención a las necesidades básicas  de las familias, al ser tomada como modelo a imitar es respondida con igual intensidad por los jóvenes que han aprendido que, a través de la violencia de cualquier índole,  puede justificarse el logro de objetivos sean de la naturaleza que sean y a costa de lo que sea.
Lejos quedan espacios de convivencia como el hogar o la escuela, otrora acogedores, pues la calidad de las relaciones se ve comprometida por el impacto de la austeridad, convirtiéndose en espacios hostiles e inapetentes. Si bien, como afirma el doctor Antonio J. Colom, catedrático de la UIB, aunque los niños en la actualidad tienen mayores cocientes intelectuales que los de décadas anteriores, sabemos que en una situación de casi emergencia social, las necesidades de los niños son muy diferentes a las que tenían generaciones anteriores y estando en boca de todos los escandalosos datos sobre fracaso y abandono escolar, se antojan necesarias actuaciones basadas en los conocimientos, de otro modo, el daño es palpable.
Sabemos que la pobreza altera los procesos cerebrales en los primeros años e incide directamente en las estructuras responsables de generar aprendizajes que facilitan el éxito social y la capacidad de regular emociones potencialmente nocivas, como son la ira y el desánimo. Y también sabemos que problemas asociados al estrés crónico dañan regiones específicas del cerebro, dificultando la toma de decisiones y provocando lo que podríamos llamar ceguera  hacia las emociones positivas como el optimismo, la alegría, la motivación y la capacidad de resistencia.

Una doble victimización se produce cuando al desestimar la evidencia, las personas que durante la infancia han sido víctimas de la violencia estructural, atrapadas en entornos de pobreza, son con frecuencia foco de las críticas ya que obtienen peores resultados académicos, manifiestan dificultades para mantener relaciones estables tanto íntimas como profesionales, haciéndoles últimos responsables de su situación. La evidencia, pues, nos dice que por lo que respecta a las expectativas que depositamos en las víctimas también, en algo estamos fallando.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Moral o propaganda

En el actual estado de crisis, la oportunidad del cambio que ofrece la contingencia, ha servido para orientar la energía hacia la consecución de objetivos más bien mezquinos, esto es, la instauración de un nuevo clasismo en el cual se defiende a ultranza los beneficios individuales en pro de un futuro incierto, pero a todas luces perverso.
Se ha llegado a tal punto, en el que el ejercicio de la ciudadanía se antoja indeseable, por ofensivo y molesto, ya que persigue movilizar a la sociedad para proteger derechos del hombre y del ciudadano, otrora garantizado por el Estado.
La cuadratura del círculo está en la apelación a una ética trasnochada e inquisitoria, dónde se pone especial hincapié en lo deseable, esto es, una moral ad-hoc que encorseta a una parte de los individuos en una división social basada en cotas o números clausus donde privilegiados y desheredados cumplen una función homeostática cuyos parámetros son dictados al albur de la irregular, por “inevitable”, distribución de la riqueza, donde se justifica la necesaria y dolorosa iniciativa de cercenar la cobertura de necesidades básicas, incluso de alimentación de ciertos sectores ciudadanos -léase infancia y personas en situación de dependencia-, como los más vergonzantes, quedando al margen la naturaleza misma del ser humano diabolizando el altruismo, si no es dádiva o limosna,  y lo colectivo, si no apoya unilateralmente las “dolorosas” decisiones, donde se justifica desde todos los ámbitos del poder la impermeabilidad de las fronteras del bienestar.
Esto se pretende conseguir apoderándose de los gestos y del discurso resignado, consecuencia del miedo bien administrado, se apela a una moral deseable, por sumisa e infinitamente provocada, en el decaer de los derechos, pero con la certeza de que si te mueves será peor. Demonizando la discrepancia en el ejercicio de la ciudadanía que representa el ejercicio de las libertades, pero sobre todo del objetivo prioritario de la sociedad, que no es otro que lograr una condiciones de vida, dignos, para todos.
El más capaz es el que ha tenido las mejores oportunidades de salida, y se echa en falta el mismo celo en defender arbitrariedades individualistas que en proteger derechos colectivos que atentan principalmente contra la infancia.
Los valores, al fin y al cabo, son metas deseables, son los que nos hacen tomar una decisiones u otras por lo que se nos avasalla con el discurso que justifica medidas serviles, que nos alejan de la justicia social, que ha dejado de ser objetivo para convertirse en obstáculo, a la hora de retornar las cosas hacia un estado del que algunos insisten en no apearse, hacer de la escuela la institución encargada de seleccionar y organizar a los ciudadanos en función de sus capacidades, pero sin interferir en ellas.

Y para los que ya han llegado tarde a esta nueva manera de aportar ciudadanos, estalla el discurso descapitalizador donde la formación y el conocimiento no es un valor si no la oportunidad de salir fuera para constatar el fracaso de la escuela y la universidad. Elogiando la necesidad de que nuestros jóvenes más formados realicen su actividad profesional lejos de nuestro país, de este modo se desactiva el potencial peligro del malogrado capital cognitivo en el que puede germinar el descontento argumentado y por tanto peligroso, ya que al poner palabras al malestar se debilita la tiranía homeostática del discurso atributivo y surge la posibilidad de transformación.