¿Crisis?
¿Qué crisis?, se pregunta una parte de la ciudadanía, más que escandalizada,
rendida, esa es la verdad, tras comprobar que el Gobierno persiste en
plantearse intervenir tan solo en determinados operadores sociales, dejando de
lado a otros que son tan necesarios o más que los primeros, como por ejemplo
una escuela que favorezca la igualdad de oportunidades. La otra mitad, por el
contrario, parece haberse rendido definitivamente a los cantos de sirena que
pretenden hacernos creer que sólo los recortes en servicios públicos básicos
pueden terciar con éxito frente a la prima de riesgo y a las agencias de
calificación.
Al mecanismo sobre el que se sustenta esa
suerte de paralogismo, en psicología se le conoce como ley de la realidad aparente,
que postula que todo aquello que nos parece real -aun sin serlo- suscita
respuestas emocionales. Y es que sólo desde el desconcierto, se puede acabar
aceptando como fidedigno aquello que pertenece, más bien, al ámbito de la
sofística.
Sorprende la cantidad de millones que irán a
parar a fondo perdido para paliar los desatinos de una mala gestión, y a la
educación pública se la racanea escatimando en docentes, becas de estudios y en
programas de atención a la diversidad Justificando lo injustificable, hacen
responsables de sus necesidades a los que no disfrutaron de la bonanza y, por
ende, culpables del perjuicio que supondría a la “Nación” su incómoda atención,
como si la equidad fuera el sumun de los aquelarres y las bacanales indecorosas.
Es inaudito, máxime cuando se sabe que los
educadores, más que ninguna otra profesión, son los guardianes de la
civilización. Eso no lo he dicho yo, sino un matemático, filósofo y premio Nobel
de literatura como Bertrand Russell; claro que ante la evidencia del escaso
pábulo que se le brinda últimamente a los galardonados en Suecia, no sé si en
lugar de apoyar mis argumentos los acaba desvirtuando.
Se han elevado a dogmas, ocurrencias cuya
extrema simpleza se desvanece ante la
arrogancia de quienes ostentan y legitiman el rodillo con el que se ha
sentenciado el futuro de quienes, habiendo tenido poco, acabarán sin nada.
Al final va a resultar que la teoría que
Fernando Pessoa expone en El banquero anarquista, es mucho más que un ensayo en
la línea de la sátira dialéctica, y que nuestro fin es la sociedad libre. Libre,
sí, qué duda cabe, pero para que los más fuertes, económica y socialmente, y
eso no lo dice el escritor portugués sino yo, puedan levantarse impunemente en
rebeldía frente a las convenciones sociales que juegan en su contra.